Sin duda uno de los
grandes nombres que ha dado el flamenco pontanés y también uno de los más
conocidos fuera de esta tierra.
Manuel Jimenez Rejano, nace allá
por marzo del 1949, en una familia humilde y marcada por las necesidades
propias de la época, que le llevaron a vivir en su infancia la popular
cartilla de racionamiento. Pese a eso cuentan que su niñez fue feliz y que
desde muy pequeño tuvo inclinaciones flamencas; ya con 4 o 5 años ya se le
oía cantar entre sus vecinos y poco mayor ya se le veía acercarse a alguna
taberna a aprender lo que pudiera y a arrancarse con alguna copla a la
mínima oportunidad.
Como tantos otros, pronto tuvo
que dejar la escuela, para arrimar el hombro en casa y aportar algo a la
maltrecha economía familiar; así Manuel fue aprendiz de carpintero, cuidador
de ganado, ayudante de cocina… Pero al no encontrar oportunidades en su
tierra, se vio obligado a convertirse en uno más de la ola de inmigrantes
que partían, como se solía decir: “con una maleta de cartón” a la búsqueda
de fortuna.
En el caso de Manuel, no tuvo que
salir de nuestras fronteras y sin haber cumplido los 18 años ya se le podía
ver cantando y labrándose un nombre en las peñas andaluzas que proliferaban
en el extrarradio de Barcelona. Fue en Hospitalet de Llobregat donde acabó
encontrando residencia y éxito.
Es aquí donde arranca la carrera
de Jimenez Rejano (el nombre por el que se le conoció artísticamente), ya
que aunque sus raíces flamencas se hicieron de nuestras tierras, el
desarrollo de su vida musical fue allí.
Aunque tocó los palos clásicos,
en los que se desenvolvía con soltura según cuentan los entendidos, Jimenez
Rejano representó como ninguno la nueva corriente del flamenco, atrevida y
renovadora, que no dudaba en utilizar coros en sus actuaciones o incluir
instrumentos que jamás habían sido vistos, hoy día lo llamaríamos fusión,
pero en su momento fue toda una novedad… Naturalmente, como todo innovador,
dividió al público, granjeándose sonadas críticas que le eran de sobra
compensadas con las alabanzas llegadas desde otros ámbitos menos puristas y
que le llevaron a ser, según se dice, uno de los “culpables” del crecimiento
la valoración del flamenco en Cataluña.
Sus letras, comprometidas con el
mundo que le tocó vivir y cargadas de sentimiento social, le hicieron ser
llamado por muchos: “el cantaor del pueblo”.
Murió muy joven, en 1989 con
apenas 40 años, pero dejando once grabaciones discográficas en solitario y
otras seis en las que participó con otros renombrados artistas… Una vida
corta pero muy intensa.
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